jueves, 31 de marzo de 2016

LA SAGA DE RAPA NUI (Un trabajo de investigación de Gustavo Fernández)


La boca de la cámara subterránea

A continuación os dejamos una serie de artículos escritos por el investigador y difusor Gustavo Fernández sobre Rapa Nui

LA SAGA DE RAPA NUI (I): HECHOS Y PRESUNCIONES
 

¿Cómo volcar en un artículo –o en una serie de artículos- las observaciones, reflexiones, material documental de mi reciente viaje a la mal llamada Isla de Pascua, Rapa Nui o (en respeto a sus propios nativos) Te Pito O Te Henúa (“El Ombligo del Mundo”)?. Dividir esto en varias notas es apenas un esbozo de organización. Resumir y concluir, un atisbo de engreimiento intelectual en el que no caeré. Sin embargo, no puedo evitar la tentación de deslizar algunas opiniones estrictamente personales que –espero- ilustren al lector sobre la complejidad de la cuestiòn.
Para ello, además de, obviamente, decidirme a volcarlo en un serial de notas, comenzaré citando las presunciones establecidas en el ideario colectivo enfrentándolas a la realidad de los hechos para, a partir de allí, comenzar a deshilvanar el hilo de Ariadna que nos lleve al meollo del tema. Dejo a la voluntad del lector profundizar, Google mediante, los aspectos historiográficos de la isla, seguramente relatados por otros con mayor profundidad y maestría que la de un servidor.
Empero, breve reseña histórica “oficial” (“oficial” entre comillas, ya que veremos hechos que la cuestionan), más basada en el relato oral y legendario que en otra cosa: hacia el año 600 de nuestra Era, aproximadamente, el “ariki” (rey) Hotu Matua’a, hermano del regente de la isla de Hiva –en algún lugar de la Polinesia- se enfrenta gravemente con el mismo. Para evitar un conflicto armado, decide partir en direcciòn de algunas islas deshabitadas de las cercanías con un par de centenas de personas de su pueblo. Pero a poco de embarcar, una tremenda catástrofe natural hunde irremediablemente en las profundidades del océano a Hiva y sus alrededores. Las embarcaciones de Hotu Matua’a y su gente logran sobrevivir en alta mar pero han perdido las opciones de desembarco. Por lo que envía a siete exploradores en busca de una tierra que se le revela al mao’ri (la palabra no designa, como es usual, a una etnia, sino que significa, en lengua rapanui, “experto”, “sabio”) Hau Maka durante un sueño.
 Estos exploradores parten y al tiempo descubren Rapa Nui (su gesta está inmortalizada en los siete moai de Ahu Akivi, sobre los que regresaré). Regresan y advertido el rey, éste, con los siete clanes que integraban su expedición, se dirigen hacia la isla, desembarcando en la actual y paradisíaca playa de Anakena.

Aquí me detengo a señalar que no me resuena “natural” esta repetición del número, mágico, sagrado, cabalístico si se quiere, siete. Por cierto no es una “intoxicación” de creencias europeas, ya que está claro que ese número estaba en los relatos orales a la llegada de los primeros europeos en 1772. Pienso más bien en un concepto arquetípico, una expresión, si se quiere inevitablemente pitagórica, de un absoluto común a todas las culturas.
Unos quinientos años después otra ola de inmigrantes, de origen desconocido, arriba a la isla. Su pelo rojo y sus orejas largas hace que los habitantes del lugar los llamen, precisamente, así; “Orejas Largas” o “Hanau E’epe”, distinguiéndolos de ellos, los “Orejas Cortas” o “Hanau Momoko”, aunque otra interpretación aplica estos términos a las expresiones “raza corpulenta” (los primeros) y “raza delgada” (los segundos). Los locales aceptaron subordinarse a los recién llegados durante algunos siglos, quienes ordenaron entonces el tallado y traslado de los famosos moai –según esta historia, contando con una tecnología que los aborígenes desconocían para ello- hasta que en el siglo XVI por motivos que no están claros los Hanau Momoko se rebelan en largas y sangrientas luchas tribales que culminan con el exterminio de todos los Hanau E’epe. O casi todos: habría sobrevivido uno, del cual quienes hoy se dicen descendientes se consideran como una “rama aristocrática” en la isla.
El origen de los Hanau E’epe es un misterio total. Pero sobre ellos escribiré en próximos capítulos de esta saga.
Presunción número 1:
En la isla poco hay de interés aparte de los moai
Hecho número 1:
La isla es un hervidero de sitios arqueológicos. Desde lo más intrigante a lo más prosaico. Muchísimos, ni siquiera figuran no solamente en la folletería informativa sino ni siquiera en las memorias académicas. Desde los moai a los hare moa (gallineros), los inexplicables “tupa” formas troncocónicas de rocas acumuladas, las Hare Paenga o “casas bote”, los “ahu” o plataformas ceremoniales…. La lista es interminable.
Permítaseme señalar, en un punto tan inicial de relato como éste, ya dos enigmas que se les ha pasado por alto a los arqueólogos. El primero: como dije, “hare moa” es el nombre que se le daba a los gallineros, pequeños círculos de piedra donde –se supone- encerraban gallináceos. Se supone porque, obviamente a la llegada de los estudiosos a principios del siglo XIX, ya no se empleaban con ese hipotético fin. El punto es que “moa”, en Paleontología, remite a un ave prehistórica, extinguida hace aproximadamente tan sólo 500 años. El punto es que estas aves tenían un altura de entre uno y dos metros, con lo cual esos “gallineros” resultaban harto exigüos para contenerlos. Además, que, ciertamente, el término señalaría un hecho tan interesante como que se trataba de esa ave –y no otro tipo de gallináceos- los que formaban parte de su espectro alimenticio.


El otro enigma son los “tupa”. Imposible no asociarlos con los “stupa”  (hasta fonéticamente) esos sitios religiosos budistas también troncocónicos dentro d elos cuales se colocaban estatuas de Buddha. Ignoramos que tuvieron en su interior -si es que tuvieron algo- los “tupa” rapanui, pero su repeticiòn los hace materia de estudio (como se verá) radiestésico. Y en su libro “Operación Rapa Nui”, Antonio Ribera menciona el parecido de estos sitios con los talayots de las Islas Baleares.
Presunción número 2: Hay teorías explicativas para todos los gustos, tanto sobre la historia de las etnias locales como para el misterio por sí mismo de los moai.
Por ejemplo, existen libros y documentales que tratan de explicar el traslado de los moai de las más variopintas maneras. Que sobre rodillos de troncos, que sobre trineos, que construyendo rampas de rocas, hasta la más peregrina de todas: que una vez enhiestos, con largas cuerdas atadas a distintas alturas se iba balanceando al gigante que, sobre su base plana, le permitía “deslizarse”, siempre con su bamboleo, en una u otra direcciòn. Y digo la más peregrina porque cualquiera que haya caminado por la isla ve la imposibilidad de ella. Las meras fotografías pueden engañar y hacer suponer que existen amplios campos cubiertos de verde hierba, planos y de suave declive. En realidad, las largas caminatas son un infierno porque los pastizales emergen entre filosas rocas de todo tamaño que tapizan por completo el suelo de la isla. Los mismos autóctonos descreen totalmente de esta hipótesis, señalando que eso sólo sería posible a partir de la cantera –el volcán Rano Raraku- por un par de centenares de metros pero luego las quebradas, ondulaciones, bardas de piedra y el suelo enormemente irregular lo haría imposible. Aunque convengamos que esa teoría, por lo menos, tiene de atractivo que respeta la leyenda ancestral, que dice que los moai se dirigieron a su posición “caminando”. Sólo que los rapanui (la expresión aplica tanto a la isla, a la etnia y a la lengua), cuando hablan de “caminar” se remiten al concepto de “Mana”, un “poder místico” o energía que los mao’ri (los sabios) manejaban a su voluntad. Y claro, sobre este “Mana” también deberemos hablar.
Hecho número 2: Nadie sabe nada a ciencia cierta. Ni este autor, por supuesto.

Presunción número 3: Los moai miran hacia el mar (la presunciòn, obvio, no es de los locales ni de quienes han visitado el lugar, sino lo que parece imperar en el ideario colectivo).
Los siete moai de Ahu Ahivi...Hecho número 3: todos los moai, excepto los siete de Ahu Ahivi, ya mencionados, miran hacia tierra adentro.
Presunción número 4: Hablando de los siete moai de Ahu Ahivi, miran hacia el Oeste, hacia su hogar, es decir, la isla de Hiva. Aquí, algún lector se preguntará porqué no profundizo en el misterio de Hiva. No tengan tanta ansiedad: volveré sobre ello. Todo esto es (por si no se dieron cuenta) apenas una Introducciòn de todos los acertijos del lugar.
Hecho número 4: los moai de Ahu Ahivi no miran hacia el Oeste –su punto de origen más cercano, en esa direcciòn, serían las islas Marquesas- sino a 30º OSO (tomado por mí con brújula en el lugar), es decir, en todo caso, hacia las islas Pitcairn. Una zona con numerosas convulsiones volcánicas en tiempos recientes. Y por cierto; no olvidemos que los habitantes de las Pitcairn son, en su origen, descendientes de los amotinados del HMS Bounty. Con anterioridad, estaban deshabitadas.

Presunción número 5: Los moai del volcán Rano Raraku son más modernos que los del resto de la isla, ya ubicados en su destino final.
Hecho número 5: el único hecho cierto sobre esto que hay otros estudiosos que señalan exactamente lo contrario. Ciertamente, la presunciòn se basa en que siendo Rano Raraku la cantera donde presumiblemente se tallaron todos, el hecho que allí haya unos trecientos y otros seiscientos distribuidos en la costa daría pábulo a suponer que estos últimos fueron hechos antes. Además, los del volcán tienen un preciosismo que carecen los de la costa, muchos de los cuales, además del deterioro del tiempo y, obviamente, los daños de tumbarlos durante las luchas intestinas, presentan hasta una factura tosca comparada con los del volcán que, en general, son además mucho más grandes. Corrrijamos aquí una especie que está circulando últimamente en el sentido que todos los moai habrían presentado grifos o pictografías en sus espaldas. Sólo son unos pocos (la mayoría, para preservarlos hasta tiempos de mejores posibilidades de estudio, han sido vueltos a enterrar), como el que descubrió Thor Heyerdahl, y todos ellos en Rano Raraku.

Presunción número 6: El “ahu Vinapú” (recuerden: “ahu” es la plataforma ceremonial sobre la cual se levantaban los moai en su posición final) no es de origen inca.
Este es un tema enojoso para algunos rapanui. Su factura es “tan Sacsajhuamán” –los que conocen el sitio arqueológico próximo a Cusco me comprenderán- que es imposible no pensar en el arribo de incas, waris o aymaras. Pero algunos –sólo algunos- locales están tan identificados con su origen polinésico que acuden a verdaderos (y fallidos) malabarismos para negarlo.
Hecho número 6: el “ahu Vinapú” es inevitablemente inca. Sobre esto dedicaré más adelante una nota especial.
Presunción número 7: los moai son todos iguales.
Hecho número 7: no hay dos moai iguales. Ni en factura, ni en rasgos.
Y hoy llegamos hasta aquí. Siento decepcionarles si esperaban resoluciòn de algunas incógnitas pero quien avisa no es traidor: dije que la complejidad del asunto requeriría varias notas y en virtud de ello, ésta es sólo la “puesta en escena”. A partir del próximo capítulo de la saga, comenzaremos a ahondar en misterios verdaderamente profundos. En las entrañas de Rapa Nui Como el mundo subterráneo de Rapa Nui.
Pero ésa es otra historia.



LA SAGA DE RAPA NUI (II): EL MUNDO SUBTERRÁNEO Y UN EVENTO PARANORMAL

 

 

Comentaba en mi artículo anterior ( “La Saga de Rapa Nui (I): Hechos y Presunciones” ) que la percepción que lo único, o lo más, interesante en la isla son sus moai es absolutamente errónea. Este hallazgo (la palabra “descubrimiento” me queda grande) que realicé poco antes de regresar lo pone de manifiesto.
Al referirme a “mundo subterráneo”, no hablaré, aquí y ahora, de las innúmeras cavernas, muchas de ellas completamente inexploradas, que recorren isla de Pascua como un queso “gruyère”. Dirán ustedes porqué me privé de investigarlo. Los motivos son la falta de tiempo en este primer (pero no último, seguramente) viaje, los recursos económicos para una investigación en serio y, fundamentalmente, porque las posibilidades de efectuar libremente investigaciones y exploraciones está fuertemente restringida. En efecto, mi intenciòn original, recordarán ustedes, de hacer una “prospección radiestésica” en la mayor extensión posible se vio impedida porque casi todos los sitios que hubieran sido de interés están, o absolutamente controlados y vedados para un libre acceso y desplazamiento –salvo que ustedes “investiguen” literalmente a buena distancia física- o peor aún, fueron reconstruidos, siendo evidente, por lo menos para mí, que esas “reconstrucciones” perdieron fidelidad, en forma y orientación, por el camino. Y el hecho que pasaré a relatar es un buen ejemplo de ello.
Por cierto, las agencias de turismo ofrecen excursiones (con un mínimo de doscientos noventa dólares por persona) a algunas cuevas. Las más conocidas, transitadas, habilitadas al viandante y, por esas mismas razones, absolutamente sin otro interés que el estético para la selfie. Sin ir más lejos, yo mismo me permití “ir por las mías” en la excursión en solitario que emprendí a cero costo y con idéntico resultado visual, si eso fuera un fin en sí mismo.

Empero, mi “hallazgo” sí se relaciona con cierta concepción del mundo subterráneo. Y paso a relatarlo.
Tenía especial interés en fotografiar el único moai con cuatro brazos que se conoce hasta el día de hoy. Es muy interesante destacar que la estatuaria de Rapa Nui no se limita a los moai o a petroglifos. Existen, además de maravillas como “El Gigante”, ese moai tallado (pero nunca extraído) de su cantera en Rano Raraku, el volcán que servía para la cincelaciòn de los mismos, de veintidós metros de altura (o de largo, ya que yace horizontal), efigies que rompen con toda lógica, como el moai arrodillado y barbado de ese mismo lugar u otro, de dos metros y medio de altura, hoy a las puertas de la Estaciòn de Bomberos, con un extraño rostro barbado ladeado y en una contorsionada postura física, más con reminiscencias griegas o asiáticas que pascuenses.
El moai de la estaciòn de bomberos
Bien, contaba entonces de mi interés de llegarme a ese moai con cuatro brazos, ubicado en lo que se conoce como “Ahu Te’peu”. Recordemos que la palabra “ahu” define a toda plataforma ceremonial, aquellas sobre las cuales se erigían los moai. El mismo se encuentra dentro de la reserva homónima, y averiguado que hube que no tenía excursión alguna grupal que se llegara al mismo, me planteé la posibilidad de hacer la travesía a pie. En el querible hostal donde nos alojábamos, me dijeron que estaba a unos tres kilómetros, una distancia nada significativa para un caminante contumaz como un servidor. De modo que temprano en una mañana, la última de nuestra estadía, me preparé con mi sombrero, agua en buena cantidad, el indispensable bloqueador solar (la isla recibe la mayor proporciòn de radiación ultravioleta del Pacífico), dejé a Mariela, mi mujer, descansando y partí hacia aquella.
No soy en absoluto afecto al fútbol; por ello, sirva esto de silencioso homenaje a Maradona y Messi, ya que al llegar –tres kilómetros de calurosa caminata después- al acceso a la reserva y dar mis datos al controlador del lugar (y descubrir que había dejado en el alojamiento el indispensable ticket oficial para acceder a los sitios arqueológicos de Te Pito O Te Henúa) fue mi condiciòn de argentino y la invocación de los santos nombres de Maradona y Messi lo que llevó al agente gubernamental, fanático de ese deporte, a hacer un gesto displicente y darme vía libre (en nombre de esos, que eran sus ídolos) paso al parque natural.
Entré con la alegre irresponsabilidad de no haber repreguntado a qué distancia se encontraba el moai. Tarde descubriría que los “tres kilómetros” de la amable propietaria del hostal no eran hasta el moai sino hasta la entrada a la reserva, y el maldito se encontraba seis o siete kilómetros más allá. Me enteré horas más tarde y de labios de un rapanui que cansinamente a lomos de su caballo pasara por allí, y nunca llegué a él. Pero ese “error” fue parte de lo que me llevó al hallazgo que describiré.
El "ahu" de la nota

Así que allí estaba yo, completamente solo. Una hora hacía que había dejado atrás el acceso a la reserva y el camino atravesaba un páramo absolutamente desolado. No digo ya un ser humano; ningún animal siquiera rompía la monotonía del paisaje, montaña a lo lejos (el volcán Rano Aroi), acantilados sobre la mar cerca. El camino, con curva tras curva entre rocas, azotado por un viento creciente. Cuando me di cuenta que el moai no aparecía lo recorrido se había prolongado mucho. Pero, taurino al fin, y haciendo mías las palabras de aquél relato ancestral mexica, “okachi okachinepa” (“Un poco más. Un poco más, aún”) y consecuente con siempre exigirme “un poco más”, iba de tramo de camino en tramo, hasta la siguiente curva. Y allí ocurrió.
Estaba pensando si relatar el fenómeno de aparición paranormal que anticipé junto con la descripción del hallazgo no haría que los escépticos y racionalistas rechacen el segundo a causa del primero; luego, me di cuenta que la opinión de tales personas me importa, hoy, lo mismo que antes de viajar, es decir, nada. De manera que, hecha la salvedad, prosigo.
El punto es que levanto en un momento la vista del sendero al salir de una curva y alcanzo a divisar, tras la roca que unos treinta metros más allá indicaba la siguiente en sentido opuesto, la amplia, volátil falda de una mujer, que pensé era un “pareo” celeste y su espigada figura, cubierta por una sombrilla o parasol de color crema en el instante fugaz
que quedaba oculta de mi vista por la roca. “Una turista” –pensé. Quizás supiera darme una pista del moai perdido. Y como tengo buen paso, supuse que pronto la alcanzaría. Aceleré la marcha (huelga aclararlo; no estaba insolado ni deshidratado, y además de muy buen talante), rebasé esa curva siguiente, y la otra, y entré en un tramo recto del camino. En diagonal, a mi izquierda, y a una distancia no superior a sesenta o setenta metros, veo otra vez a la mujer. Acompañada de un perro de talla mediana, color marrón claro, su falda al viento (ahora, más que un “pareo” lo identifiqué como una volátil falda de muselina), una blusa color bordó, sin mangas. Delgada, alta, con ese parasol o sombrilla claramente de caña, de copa plana y tela, dije, color crema. Caminaba lánguidamente, presumiblemente quizás por algún sendero por ella conocido que atravesaba el pedregal (no se engañen por las fotos, las praderas de Rapa Nui no son campos de golf; el suelo está literalmente cubierto por filosa roca volcánica de todo tipo y tamaño donde crece aquí y allá briznas de hierba. Al caminar hay que estar atento dónde y cómo se pisa pues la caída siempre acecha). De modo que, como aún me parecía impropio comenzar a los gritos desde la distancia con mis preguntas, decidí buscar ese sendero para acercarme y consultarle.
Otra vista del "ahu"
Otra vista del “ahu”
Pero fue en vano. Avancé por el camino, teniéndola todavía a la vista, pero el sendero que supuestamente había tomado no existía. Y era imposible cortar camino a campo traviesa con ese desplazarse (tanto ella como su mascota) tan relajado, como flotando. Pero corría el riesgo de perderla, pues se alejaba prontamente, de modo que allá fui, caminando sobre piedra más piedra más piedra, en zigzag, mirando atentamente el suelo para no tropezar, avanzando en lo que presumía su direcciòn con toda la velocidad –que era poca- que el accidentado terreno me permitía. Levanté la vista una vez y estaba aún allá adelante, evidentemente ignorante de mi presencia, ya más alejada; estimé que próxima a los acantilados. Seguí caminando y al volver a buscarla con la mirada, había desaparecido.
Confundido, advertí a mi derecha un pequeño promontorio rocoso de fácil acceso. Trepé a él, con la esperanza de poder divisar a la mujer. Tenía una excelente visiòn de 360º, pero no hubo caso. Se había esfumado.
Fue allí, de pie en la soledad del páramo, que sentí por primera vez que no se trataba de una circunstancia “normal”. Durante un par de minutos traté de volver a encontrarla visualmente, a ella o al can, pero no hubo caso. Entonces, con cierta frustración, debí asumir que se había esfumado también la posibilidad de encontrar al moai y plantearme la decisiòn de regresar.
Deslizándome al interior

Es entonces cuando hecho una mirada panorámica a mi alrededor y me quedo paralizado de sorpresa. Allí, frente a mí, a una distancia no superior a unos treinta metros, había un “ahu” abandonado. Recuerden, la plataforma sobre la cual se levantaban los moai. Sólo podía verlo desde ese lugar. O, para decirlo de otra forma, no era visible desde el camino. Si no me hubiera desviado en persecución de la mujer, jamás lo habría visto.
Ahora bien. Debe saberse que los “ahu” son tan sagrados hoy como en el pasado. No se permite en absoluto tocar un moai o treparse a un “ahu” a nadie, y si alguien trata de hacerlo, escuchará no una, sino varias voces airadas exigiéndole que se retire. Todos los rapanui son, en defensa de esos sitios, una sola voz, y cualesquiera de ellos toma a su cargo la responsabilidad de preservar el “tabú” (tapu, en rapanui). Los funcionarios dicen que es para preservarlos por razones arqueológicas (si cada turista se llevara un trocito de roca, en décadas estarían desguazados). Sin duda es una razón, pero hay otra: se los considera peligrosos. Son el asiento del “Mana”, ese poder espiritual al que nos hemos referido y que los rapanui respetan tanto ayer como hoy.
Otra perspectiva

Así que allí tenía yo, a mi disposición, un “ahu”. Sin moai, derruido, donde el prolijo superponer de capas de piedra que habíamos visto reconstruidos en otras aquí casi se reducía a un más o menos informe montón de rocas. Pero “ahu” al fin. Una cosa era cierta: la mujer, vamos, la “aparición”, me había llevado hasta allí.
Sorprendido y entusiasmado, descendí del promontorio y me acerqué al “ahu”. No había nadie, absolutamente nadie, en kilómetros a la redonda, pero no me aprovecharía de esa situación para violar el “tabú” (aunque admito que por un momento la idea cruzó mi cabeza), por respeto a esa ancestralidad a la que yo mismo en distintos contextos y tiempos, tanto me debo. De modo que tomé una buena cantidad de fotos (eso sí, insólitamente próximas) y lo rodeé por detrás. Me acerqué primero al borde mismo del acantilado, para ver si no existía, qué se yo, alguna escalerilla por donde la mujer (aún me resistía a considerarla “aparición” en toda la regla) hubiera descendido. Nada de nada. Entonces, sí, comencé a recorrer, observar y fotografiar el “ahu” por detrás.
Y ocurriò el hallazgo.
Porque, como muestra la imagen, muy cerca de uno de sus extremos se abría la boca de una caverna que penetraba en las profundidades y hacia dentro y hacia abajo del mismísimo “ahu”. Si quieren comprender mi conmociòn de entonces, piensen en estos dos hechos. Uno, que en ningún otro “ahu”, no solamente no aparece el acceso a ninguna cámara subterránea sino que no existe antecedente alguno, oral o escrito, que deje constancia que las hubiera. Aquí había uno. Y si hay uno en un “ahu” fuera de los circuitos turísticos una cámara subterránea, abandonado, donde muy poca gente pasa y eso generalmente por el camino (razón de más para que nadie lo haya advertido o, si alguien lo hizo, no lo considerara relevante) es lícito suponer que debe haber habido en otros. El porqué, entonces, se ocultan, es otra cosa, pero en sintonía con una presunciòn que conversábamos con mi mujer y que creciò en días previos: mucha gente rapanui sabe más de lo que cuenta.
Dos; a ustedes no se les escapará que muchísimos sitios ceremoniales de todas las culturas y todos los tiempos comparten esta particularidad: una secreta cámara subterránea bajo el visible sitio ceremonial. Lo esotérico bajo lo exotérico. Bajo Teotihuacán existe una ciudad subterránea. Bajo los templos de Teotihuacán una tercera parte de los mismos se abre a una cámara subterránea. En el Esoterismo milenario se enseña que el perfecto “occultum”, o lugar de prácticas mágicas, debe ser una construcciòn troncocónica con una tercera parte de su altura bajo el nivel del suelo (en tiempos modernos, sólo se sabe que Alesteir Crowley, en su abadía “Thelema”, tenía uno que respetaba esa indicaciòn). Bajo Silsbury, bajo Delphos, los sitios oraculares tenían un área frente a la cual asistía el pueblo lego y una cámara subterránea. Bajo Chavín de Huántar (donde encaminaré mis pasos en pocos meses para hilvanar más investigaciones). La propia “Cámara del Caos” bajo la pirámide de Khufu (Keops) con un pasillo de acceso independiente y labrada enla roca viva a una profundidad igual a la altura sobre el nivel del suelo que se encuentra la Cámara del Rey. Las “chinkanas” inkas bajo el Coricancha, en Cusco… los ejemplos son interminables. Esto habla, cuando menos, de una Sabiduría Universal que hasta en aspectos pragmáticos, funcionales, operativos, es compartida en horizontes culturales tan distantes en el Tiempo y el Espacio.
Hubo de pasar un rato muy largo hasta que emprendí el regreso. ¿Bajé a la cámara?. El estado era ruinoso e inestable, la boca de acceso reducida y rozar el cuerpo con las piedras de la entrada podía desencadenar un derrumbe. Estaba solo, recuerden, y si me pasaba algo podrían transcurrir días hasta que me hallaran. Por rápido que mi mujer avisara a la Policía, ¿en qué parte de la inmensa reserva habría estado?. ¿Por dónde buscar?. Hasta que alguien se le ocurriera acercarse al “ahu” y quizás rodearlo…  Era el último día de mi estadía en la isla, y no tengan dudas que retornar será lo primero que haré –supongo que con bastante compañía- cuando regrese. Pero algunos de ustedes, mis amigos, me conocen. Así que alllí me deslicé (sospecho que si Mariela lee este artículo voy a estar en problemas…). Pidiendo el necesario y respetuoso permiso de la Pachamama. No hasta el final, no. Sólo los primeros tres o cuatro metros; a la luz del “flash” (no había llevado linterna porque lo espeleológico no entraba en el plan del día)  vi que a unos tres o cuatro metros más un derrumbe cerraba el paso. Si era el final artificial de la cámara o esta continuaba y eso era, justamente, un derrumbe, no pude saberlo. Me tomé el tiempo para comprobar que la misma estaba totalmente vacía, y salí.
la Cueva de las Dos Ventanas. Lo brumoso es por la enorme humedad interior
Y ya de camino de regreso, me di ese gusto, el de conocer una de las cuevas de la isla. La “Cueva de las Dos Ventanas”, llamada así porque el serpenteante trazo de chimenea se bifurca para abrirse en dos aberturas sobre el abismo del mar, la misma que, para visitarla, los “gringos” pagan buenas sumas en dólares. Sólo el placer momentáneo, que es más placer cuando cuesta nada. O si costó algo: como también la encontré “de casualidad” y penetré sin iluminaciòn y sin casco (ya preguntarán ustedes por la seguridad: aquí, cuando menos, descansaba fuera un grupo de turistas en caso de emergencia), el reptar a tientas en la oscuridad absoluta -algunos de ustedes sabrán de qué oscuridad espeleológica hablo- hasta llegar a la luz terminó con un simpático y sangrante corte en mi semicalva testa.
Quedará para otros artículos extenderme en otros enigmas. Sirva éste para entusiasmar a futuros visitantes a repetir mi caminata y generar las propias, reflexionar sobre esta correspondencia de sitios ceremoniales con cámaras subterráneas asociadas mientras el viento azote sus rostros como el mío cuando, tras cruzarme con el primer ser humano –ese hombre a caballo que me auguró muchos kilómetros más de caminata al moai que nunca llegué pero, claro, ya poco importaba- emprendía el regreso a Hanga Roa.

LA SAGA DE RAPA NUI (III): La llegada de los Inkas

No puede negarse la fascinación que el “ahu” Vinapú ofrece. Es, aunque en menores dimensiones, la propia Sacsajhuamán presente. Esta plataforma ceremonial, ubicada al suresta de la isla, es un misterio dentro de otro enigma. Es otra plataforma ceremonial con moais sobre ella, sí. Pero el corte de las rocas y su encastre perfecto (la aburrida y ultracitada frase de “no cabe una hoja de papel en los intersticios” es rigurosamente cierta) remite a aquél otro sitio ceremonial atribuido (sé que erróneamente) a los inkas y, en todo caso, a una cultura anterior de la que éstos se nutrieron. La diferencia estribaen la menor magnificencia de los bloques. Pero el trabajo es perfecto.
Caminábamos por allí con mi mujer escuchando las explicaciones que una guía local daba a algunos visitantes. “Que se dice que es inka pero no lo es”, “que si fuera inka seríamos bajitos como ellos”, “que hablaríamos quechua”, “que…”. Este parecer es sostenido por muchos en la isla. Y parte del error conceptual de suponer que admitir un origen inka a estos restos significa por extensión adjudicar al poderoso pueblo sudamericano la colonización de la isla. Lo primero no implica lo segundo pero parece que en la resistencia (cultural, porque los rapanui se sienten fuertemente polinésicos y ajenos a América) a aceptar una presencia intelectual e histórica que no sea “pura” respecto de sus raíces es muy fuerte. Aquí aportamos algunas evidencias que tenderán a debilitarla.
Detalles
Detalles
Aclararlo es necesario: ciertamente, no creo en absoluto ni en una presencia “civilizadora” inka y, ni tan siquiera, una prolongada permanencia. Pero la escasa evidencia es inapelable. Primero, el ahu Vinapú. No solamente no hay otro con esa perfecciòn en toda la isla: no lo hay en toda la Polinesia. Para peor (o mejor, depende del lado que se mire) a unos escasos treinta metros se levanta otro “ahu”, el Tahira. Este, sí, es evidentemente rapanui, peor con una características que con humor típicamente “argento” nos obligaron a disimular nuestros comentarios frente a los demás para no herir susceptibilidades.
Me explico.
Cuando uno visita cualquier otro “ahu” (Te’peu, Tahai, Tongariki, Ahivi, etc.) el modelo se repite. Piedras, generalmente “roladas” (es decir, esferoides) acumuladas prolijamente en enormes cantidades y extensiones. Pero en el “ahu” Tahira (véanse las fotos) se trató (con pésimos resultados) de hacerse algo distinto: imitar al “ahu” Vinapú. Con grandes rocas planas puestas de muro al frente, vertical, y relleno de rocas menores, si el “ahu” Tahira hubiera estado en cualquier lejano punto de la isla quizás no habríamos reparado en ello.
Otra vista de Vinapú
Otra vista de Vinapú

Ahu Tahira

Pero allí, tan próximo al Vinapú, la comparación era inevitable e irresistible. Tahira es una pésima imitación de Vinapú. Con Mariela (perdón a los rapanui por la falta de respeto) nos imaginábamos tratando de copiar el modelo dejando por los inkas, mientras unos trataban de sostener las grandes moles en su lugar, otros iban y venían corriendo indicando dónde, a semejanza de los artífices sudamericanos, tenían que meter piedras mientras el grotesco conjunto, entre insultos y rascadas perplejas de cabeza, amenazaba con desmoronarse…
La comparación no solamente señala las diferencias. Aún apreciando el enorme esfuerzo que tienen que haber hecho los imitadores, es simplemente patética.
Ahora bien. ¿Qué hacían los inkas allí?. Aquí debemos recordar la bien documentada expedición marítima de Túpac Inka Yupanqui, décimo soberano sucesor de Pachacutec, en los comienzos del siglo XV. La famosísima expedición Kon Tiki, de Thor Heterdahl, demostró la factibilidad práctica de esa hipótesis según la cual la expedición inka habría llegado hasta Mangareva. En consecuencia, la hipótesis que sustentamos es que los inkas llegaron en esa expedición, permaneciendo un tiempo, para luego continuar su exploraciòn de la Polinesia.
El típico preciosismo inka
El típico preciosismo inka
Otra vista de Tahira

Fuera de Ahu Vinapú, no hay muchas otras evidencias de esa presencia inka, lo que se condice con la afirmación que no permanecieron mucho tiempo. Hay, sin embargo, dos huellas interesantes:
a) entre los rapanui y en tiempos tardíos se popularizó un “arma” que llamaban mata’a. Coloco “arma” entre comillas porque los fisiólogos han señalado que si bien, siendo de obsidiana, podría provocar heridad importantes, difícilmente fuera mortal, siendo, más posiblemente, un instrumento ceremonial. Y como demostramos aquí, la mata’a se parece extraordinariamente al “tumi” el cuchillo semicurvo ceremonial inka.
b) La otra evidencia es esta estatuilla, de apenas 40 centímetros de altura, de horizonte arqueológico inka y hoy en el Museo del Oro de Bogotá, Colombia (recordemos que, siempre hablando de Túpac Inka
Una mata'a

Un tumi

Yupanqui, sus numerosas –y exitosas- campañas militares llegaron al sur tan lejos como al río Maule en Chile, al Tucumán en Argentina y mucho más allá de Quito, Ecuador, al norte con lo que el hallazgo de elementos inkas en territorio colombiano no sería tan extraño). Y como es innecesario aclarar, la estatuilla reproduce en un todo a un “moai” rapanui.
¿Qué pudo haber pasado, entonces, para explicar un “ahu” inka y no otro tipo de construcciones o restos de ese origen en la isla?. Algo tan sencillo como esto. Llega a la isla la expedición inka. Y son recibidos no belicosamente, sino en buenos y solidarios términos por los locales,
La "estatuilla moai"

que les proveen alimento, asistencia, todo tipo de ayuda. Y los inkas, hábiles además en cuestiones diplomáticas que sabían la necesidad de los buenos términos con ese refugio perdido en la inmensidad del océano, permanecen poco tiempo, el necesario para descansar, reabastecerse y reorientar sus pasos y parten dejando tras de sí, en señal de agradecimiento y tributo a la acogida, una única construcciòn funcionalmente ceremonial para los locales, algo que para ellos no sería tan difícil ni prolongado en el tiempo construir. Vinapú. Un modelo a escala reducida de tantas construcciones de similar tenor que jalonan su natal Q’osqo. Se me ocurre pensar, también, que la “inyecciòn” renovadora que significó la presencia inka pudo haber empujado a los rapanui a darle mayor magnificencia a sus plataformas ceremoniales, pasando de esos fundmentos basales de poco más de metro y medio a dos metros de altura sobre el suelo a erigir algunas plataformas realmente impresionantes, como la de Tahai, que en esta vista lateral, tomada descendiendo hasta el mar, muestra, con la pequeñez del moai sobre ella, su impresionante dimensiòn, poco común en otros “ahus”.
Plataforma basal del ahu Tahai

 



LA SAGA DE RAPA NUI (IV y final): DE CONQUISTAS Y EXTRATERRESTRES

 


He escrito estos días en distintos lugares que no deja de entusiasmarme las reacciones agresivas y casi insultantes de algunos lectores (me entusiasman también las proactivas pero eso, claro, es una obviedad). Y me entusiasman porque, todas, son absolutas críticas “ad hominem”, donde mis aportes y reflexiones sobre Rapa Nui en lugar de refutarse con argumentos son la excusa para una bocanada de epítetos sobre mi persona. Que invento (yo, que estuve allí, leyendo esto de personas que no han estado), que truco imágenes, que… El entusiasmo, lógicamente, nace de la convicción que si ése es el tipod e ataques, indudablemente voy po el buen camino. Como aquella oraciòn que hace años ya me enseñara el recordado abuelo Tlakaélel, mentor de la Toltequidad: “Gracias te doy, Gran Espíritu, por mis enemigos. Porque en ellos templo mi espíritu, cultivo mi paciencia, y es a través de ellos que sé que estoy en el camino correcto, pues no los tiene quien nada ha hecho en y de su vida”.
En esa tesitura sugiero a los mismos críticos (o a otros que puedan llegar) evitarse el reflujo ácido de leer, entonces, esta última entrega, porque verán más de lo mismo. O más, sin ser de lo mismo.
Este artículo será, apenas y entonces, una recopilación de algunos datos sueltos, algunos pensamientos, un par de divagaciones y poco más. Pálido telón, pero sólo telón de un acto de la obra.
La evidencia "ochentosa"
La evidencia “ochentosa”
Lo que ocultan los Rapa Nui. Escribí en su momento que tenía la certeza que, cuando menos algunos rapanui saben más de su historia, su pasado y sus enigmas que lo que aceptan comentar. Voy a una de las evidencias. En ocasiòn de llegar a Te Pito Kura, donde se encuentra esa roca esférica fuertemente “magnética” que, como dije, desvía las brújulas y –esto es lo sugestivo- rodeada de otras cuatro de menor tamaño perfectamente alineadas con los rumbos cardinales, tuvimos que escuchar a un guía turístico comentándole a un grupo que le acompañaba que esas cuatro rocas habían sido colocadas allí por otros turistas “el año pasado”. La historia era que muchos iban a no solamente apoyarse en la roca sino hasta subirse a ella y por esa razón dejaron que esos turistas colocaran esas rocas para luego levantar la barda de piedras alrededor “para que la gente no se acercara”. Dado que me había documentado (y mucho) desde hace años, ya sabía que era una mentira. Recién regresado, y cuando aún no había comenzado a ordenar todo el material, me escribe un conocido que estuvo en la isla en 2015, relatándome, sobre ese tema, que le habían dicho que las piedras “satélite” habían sido colocadas… “el año pasado”, es decir, 2014. Ustedes pueden argumentar que un año o dos no es tan importante, pero el punto que hacía tiempo que había leído sobre la existencia del conjunto de piedras. Puesto a buscar, encontré la foto que acompaño, de 1980. De un archivo muy confiable, “Memoria Chilena”. Treinta y seis años. Que ya no es un año o dos. Bien, ustedes dirán que eso no es importante; que lo que importa, en última instancia es si esas otras piedras fueron o no colocadas por los ancestros del lugar. Pero si comprobadamente son de tiempos “modernos”, ¿porqué no admitir, simplemente, que fueron colocadas hace treinta, cuarenta, cincuenta años?. ¿Porqué la mentira de “el año pasado”?. Mi opinión. Porque saben que no es contemporáneo(y sabiéndolo y mintiendo a partir de allí,, da lo mismo decir un año o dos décadas; suponen que nadie se tomará el trabajo de chequearlo).
La otra “reserva”: las cuevas subterráneas debajo de los “ahu”, tema de la nota anterior. Sumen un ejemplo con el otro y darán pábulo a mi convicción que saben más de lo que cuentan.
Relaciòn de tamaños de moai
Relaciòn de tamaños de moai
¿A quiénes representan?. Una discusión es “cómo” se hicieron los moai, y otra muy distinta “quiénes” representan. La historia oficial nos cuenta que la primera “oleada” ocupacional –la de Hotu Matua’a y su gente- habría llegado entre el 400 y el 600 de nuestra Era y unos cuatro siglos después otro pueblo –de origen desconocido- por cuya autoridad natural, conocimientos o fuerza militar se subordinaron los primeros, levantando esas imágenes bajo su direcciòn, hasta que por cuestiones ambientales o de relaciòn de poder estalló la guerra civil que exterminó al pueblo “tardío”. A unos, se les conoce como “Orejas Cortas”, o  “Hanau momoko” y los “Orejas Largas” o “Hanau eepe”. Se construye a partir de allí toda una explicación, como los moai muestra individuos de –aparentemente- largas orejas, ésos serían los “Orejas Largas” para quienes trabajaban los “Orejas Cortas”.
El problema comienza cuando avanzan los estudios filológicos y se descubre que “Hanau eepe” significa, en realidad, “gente corpulenta”. Como “Hanau momoko” significa “gente lagartija”, se supuso –otra vez “suponiendo- que se traducía como “gente delgada”. El problema es que la voz “momoko” define tanto a la lagartija como su comportamiento, así que también podría traducirse como “gente que se mueve como las lagartijas”… Toda presunciòn es posible, pero cito este ejemplo para señalar como la historia sencilla de relato infantil parece no tener nada que ver, por lo menos, con ciertas etimologías.
Así que nada demuestra que los moai, especialmente los de Rano Raraku (que, como ya señalamos y según algunos investigadores, serían anteriores a los de la costa –ya volveré sobre ello-) representen a los “Hanau eepe”. Y si no son ellos, entonces, ¿quiénes son?. Por qué no, “dioses” extraterrestres, que impactaron tan fuertemente el inconsciente colectivo de ese pueblo que los llevó a propiciar su regreso…
Lo he escrito antes: los moai de la costa nada tienen que ver con los del volcán Rano Raraku. Son más pequeños, más burdos y de distintas facciones. El “relato oficial” es que los moai se tallaban en la cantera del volcán, se llevaban a través de la isla y se ubicaban en los “ahu” de la costa. Cuando visitas el sitio, te muestran los tallados a medias (como el monumental “El Gigante” de veintidós metros de largo –o alto-), los situados en las laderas y te explican que de ahí en más se trasladaban hasta su ubicación final mientras por otro camino llegaba el “pukao”, o ¿cabellera?, ¿tocado?, ¿sombrero? Rojizo, cortados de la cantera de Puma Pau. Ahora bien, si esto era así y los pocos moai caídos a un centenar de metros del lugar de tallado se explican como “abandonados” en el proceso de carga, ¿no perdieron ninguno por el camino? (porque no vuelve a encontrarse moai “abandonados”, indicando que todos llegaron a su destino final). ¿Las complicaciones ocurrieron en esa “franja maldita” de un centenar de metros y luego no?. Poco creíble…
Moai Tuku Turi
Moai Tuku Turi
Incluso, el único moai que “desentona” en Rano Raraku es el “moai arrodillado”, o Tuku Turi. Otro porte, otra factura, seguramente otro significado. En Rano Raraku no se ve ningún moai del estilo de los de la costa, y esto es parte de la especulación que lleva a señalar que unos y otros no forman parte ni del mismo proceso de fabricación ni son los primero continuidad histórica de los segundos, suposición que se apoya sólo en el hecho que si unos están en la costa y otros no, “debe ser” que fueron hechos antes.
El “mana”. Todo un capítulo por derecho propio merece este concepto, que remite a un “poder espiritual” que radica en ciertas personas, lugares (como los “ahu”) o ceremonias. Como el “curanto”, comida típica que se bien se ha extendido al Chile continental (e incluso al sur de Argentina, llevada aquí sin duda por inmigrantes chilenos) ha perdido, en el continente todo su significado místico, que aquí explicaré, gracias a la cordialidad de un rapanui que me introdujo en este Conocimiento ancestral.
Básicamente, el “curanto” se prepara cavando en la tierra un hoyo, proporcional a la cantidad de alimento que se va a preparar, pero de aproximadamente unos setenta u ochenta centímetros de profundidad. Se calientan rocas al fuego durante una hora y media aproximadamente –un poco menos que ponerlas al rojo- y entonces se cubre el fondo del pozo con una capa de piedras. Sobre ellas, una capa de hojas verdes de plátano. Luego, la carne. Otra capa de hojas de plátano y más piedras calientes. Nuevamente, hojas de plátano y ahora el pollo, y se sigue con capas de hojas y piedras para el pescado y finalmente la verdura. Estas últimas luego de ser cubiertas a su vez por hojas, lo son también por una manta que se ajusta y se cubre todo con tierra. Así se deja durante otro par de horas, controlándose, primero, por la temperatura del suelo y luego, por el olorcillo que comienza a filtrarse. Otra hora y media más, se descubre y se sirve.
Bien, como escribiera, en Chile continental y sur de Argentina esto es simplemente una curiosidad gastronómica. Pero en Rapa Nui se afirma que el “curanto” transmite y comparte el “mana” particular del clan familiar que lo prepara. Eso explica que –a nuestra llegada- vimos distintos grupos que simultáneamente lo preparaban (en mi ingenuidad me preguntaba porqué no se reunían a hacer uno en común) y, salvo un “show” tontamente montado para turistas, no se invita a desconocidos a participar de los mismos. Por la misma razón, nadie va a un “curanto” si no confía plenamente en la familia que lo prepara, porque el alimento lo afectará o beneficiará espiritualmente de la misma manera, del mismo tenor espiritual que sean sus hacedores.
Tongariki

Es el “mana”, como nos dijeron todos, lo que hizo “caminar” a los moai hasta su ubicación final. Permítaseme repetir aquí que esa teoría explicativa que dice que fueron puestos de pie aprovechando sus bases romas y, atados con sogas, bamboleados hasta su destino es, estando en el terreno, absolutamente impracticable. El suelo es –lo escribí hasta el hartazgo- absolutamente irregular, quebrado, con aristas y depresiones, además de ser el conjunto orográfico totalmente accidentado. Y cuando hablan de “caminar”, los rapanui describen, en puridad, una levitaciòn a centímetros del suelo… Y si la roca de Te Pito Kura, a decir de ellos, tiene “mana”, entonces en definitiva el misterio de Rapa Nui remite al manejo de campos electromagnéticos. Tal vez esto pudiera haberlo testeado con eficiencia si -como comenté públicamente era mi intenciòn antes de viajar- hubiera podido relevar radiestésicamente los distinhtos sitios. Pero la férrea observancia del “tabú” de siquiera acercarse demasiado a los “ahu” (y no digamos a los moai mismos) hizo imposible ese objetivo. Empero, quiero poner de relevancia aquí dos detalles, quizás menores, quizás no:
  1. En Tongariki (el “ahu” de los quince moai, arrasados -éstos, no el “ahu”- por el maremoto de 1960, y luego vueltos a colocar en su lugar, revisando el lugar con mis “dualrods” o varillas radiestésicas mostró que los extremos del “ahu” coincidían perfectamente -y corrían longitudinalmente- con dos “líneas Hartmann”.
  2. Ahu Ahivi
    Me permito señalar que la afirmaciòn instalada que “todos los moai miran hacia el interior de la isla” tiene una excepciòn: Ahu Ahivi. Aquí, los siete moai miran hacia el mar, más precisamente, hacia su lugar de origen. Que no es el Oeste como se publicita, sino el Oeste Sudoeste. Treinta grados al sur del Oeste, tomados con mi brújula. Si sobre un planisferio tiramos una línea en esa direcciòn (y admitiendo el decir ancestral que sostiene que señala exactamente su lugar de origen) la única tierra firme, allá lejos, son las islas Pitcairn las que están habitadas sólo desde fines del siglo XVIII. Y eso, porque sus primeros habitantes fueron los amotinados del HMS Bounty. Más allá (o más acá) sólo mar, lo que abona la historia de Hiva, la tierra que se hundió bajo las aguas…
Relevando radiestésicamente el entorno de Tongariki

Nos obliga el final de este artículo a dejar interrogantes abiertos. Pero qué es más estimulante que ello para el lector.


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